Fotos cortesía: Ray Marmolejo

Tras una nutrida jornada de diez actividades repartidas en cinco días, la mancuerna gestada entre los festivales Aural y Bestia llegó a buena puerta con una panoplia de conciertos de altos vuelos, diversa como es su estampa y altamente positiva y memorable en la mayor parte de sus momentos más afortunados.

Pese a que parece que cada año es más complicado levantar un festival sólido, solvente en términos de financiamiento y logística, y sobre todo atractivo para el público, el regreso de Aural, comandado por Rogelio Sosa, inyectó de nueva cuenta brío en términos de abstracción, ruido, performance y experimentación, con un músculo y trabajo sólidos y admirables.

Durante sus primeros tres días, Aural ofertó un abanico que arrancó las sonrisas, aplausos e interés de un público atento y heterogéneo en sus gustos. La violencia, el desconcierto y el ruido fueron parte de lo más granado del festival, tanto en los eventos gratuitos de Bajo Circuito, Casa del Lago y el Centro Cultural España, como en los de paga (Indie Rocks, Lunario).

Los drones hipnóticos fueron una delicia total (Robert A. A. Lowe, Bitchin Bajas, Robert Piotrowickz), el ruido abrasivo del francés Joaquim Montessius y la presentación de Colin Stetson y Sarah Neufled fueron de los más comentados, con su potencia agreste en el primer caso y su elegancia serial en el segundo. Daba la idea de que los artistas que se presentaron en esta edición fueran atletas de alto rendimiento, conviviendo en un olimpo en el que la música y el sonido genuinos siguen siendo importantes para la reconfiguración del panorama cultural local, uno que cada vez se tira más hacia el espectáculo que a las propuestas con un discurso que se salga de los linderos digeridos y pasteurizados.

Aural ha logrado una vez más equilibrar shows sólidos, retadores y propositivos, sin desatender el gusto popular, la claridad, la contundencia, el jazz o el rock. Los números locales comprendidos en Aural fueron dignos representantes de una escena local cada vez más depurada, desde las nuevas generaciones de la electrónica y la improvisación (Erreopeo, Rolando López), hasta los viejos lobos de mar que saben sacarle el mejor partido a sus máquinas (Musgos, Gudinni Cortina, Mario de Vega).

Un festival que es necesario a todas luces gracias a que aún cuestiona las zonas de confort de los asistentes (Okkyung Lee, Edbrass), que si bien oferta talentos importantes que no están exentos de la falta de definición y depuración de su propuesta (Ricarda Cometa, Ana von Hausswolf), también logran meter hasta la cocina complacencias que son garantía y deuda histórica simultánea (Godflesh, OOIOO). ¿El saldo? Sin duda positivo, cuerpos cansados, oídos rotos y unas ganas enormes de seguir teniendo un festival tan fresco y vibrante, que hacen de la oferta cultural mexicana una de las más ricas y variadas, en búsqueda de un público curioso, interesado y que sepa dialogar con propuestas divergentes que lleven la conversación y el entretenimiento a lugares más interesantes. Más de esto, por favor.

Por su parte, Bestia también logró salir avante con una cuarta edición mejor curada y orquestada que en años anteriores. Si bien su formato, compacto y muy definido, sigue siendo de perfil discreto, este 2016 tuvo varios tinos notables, como el concierto en la Biblioteca Vasconcelos (enorme la interpretación de “Happy Days” de Jim O´Rourke por parte del ensamble mexicano para la ocasión) o la atención en el tema de la duración en su ya emblemático concierto de metal.

El público de Bestia ha sido difícil, apuntando hacia el papel de la escena de músico que gira en torno a la figura de John Zorn o la escasa duración de los sets. Este año, la variedad no tuvo fisuras y el público pudo presenciar la contundencia de una banda joven como lo es Cleric, al tiempo que saciaron su hambre de gruñidos con esa leyenda británica que es Godflesh, con un set que no tuvo concesiones ni empacho en rematar lo mejor de su repertorio. Simulacrum también tuvo sus momentos, aunque la repetición extrema de estilos causó desatención en más de uno.

Sin embargo, el cierre contundente que elevó a un mejor nivel el festival fue el Concierto-Cine, a cargo del tecladista John Medeski, Lee Ranaldo, Mike Rivard y Kenny Grohowski, quienes supieron revitalizar sonoramente las películas clásicas de George Mélliés. Una síntesis improvisatoria que supo abrevar lo mejor de sus elementos sin tapar en protagonismo a los visuales. Ruido, rock, groove y hasta metal se mezclaron de forma pertinente en la mayoría de sus momentos. Se percibió a un Ranaldo menos musical y protagónico, como era de esperarse, pero que supo atacar con precisión en ciertos pasajes, dejando contentos a sonofílicos y cinéfilos a partes iguales, un público además ejemplar, atento, respetuoso y entregado. Una noche como pocas, sin duda.

Todas las fisuras logísticas propias de festivales de estos vuelos (comunicación, atrasos y leves fallas operísticas) fueron entendibles y pasables, en el rango de las posibilidades y que en buena medida forman una parte muy humana y necesaria en este tipo de propuestas. Mucha gente podrá siempre generar peros y diatribas, partiendo de su desconocimiento y desproporción de juicios, pero al menos Claudia Curiel, Rogelio Sosa y sus respectivos equipos de trabajo, aún confeccionan con eficacia dos de los mejores festivales de música que pueda tener cualquier país, saludables, con una oferta inteligente, vibrante, sólida y que todavía mueven fibras sensibles entre la gente.

Será interesante seguir atentos a su crecimiento y robustecimiento de propuesta, misma que este año volvió a empujar hacia adelante el diálogo en torno a la cultura de calidad en la Ciudad. Enhorabuena.