Por Héctor Fernando Vizcarra

Traductor literario. Autor de la novela El filo diestro del durmiente, Terracota, 2013

 

Karim Amir, el personaje adolescente de El buda de los Suburbios, tendría en 2014 aproximadamente sesenta y cinco años. Pero para quien lea o haya leído la primera novela de Hanif Kureishi el protagonista seguirá siendo un joven desorientado y cínico que, a fuerza de aventuras sexuales, consumo de drogas, discriminación y prejuicio raciales, encuentra su vocación en el teatro. El buda de los suburbios, una de esas novelas exponente de lo que suele llamarse literatura posmoderna o World Literature, subvierte la relación centro-periferia de las grandes ciudades: en la primera parte, los suburbios del sur de Londres son, para sus habitantes, un universo autónomo con sitios peligrosos, memorables, e independiente de la capital británica, a la cual miran con cierta suspicacia y de la cual se habla como si fuera parte de una ficción.

El padre de Karim es ese buda suburbano que aprovecha la fascinación hippie y new age por lo exótico para dar lecciones de budismo zen a los ingleses. No lo hace para burlarse de ellos, pero es Karim, su hijo, y nosotros, los lectores, quienes notamos la contradicción de ver a los antiguos colonizadores encantados por la filosofía ancestral de la India, filosofía trasladada a las periferias de su principal ciudad. Karim, en sentido inverso, siente una atracción natural por «lo inglés», jamás hablará urdu, intentará vestirse como londinense, y su educación no tiene relación alguna con los Vedas sino con los Rolling Stones y las revistas musicales de la época.

El buda de los suburbios pone en debate ese cruce de culturas surgido del éxodo masivo hacia los centros urbanos del poder. Aunque las aventuras de Karim son relatadas con buenas dosis de comicidad, el trasfondo de la novela apunta hacia la problemática de las segundas generaciones de inmigrantes, aquellos que se encuentran entre dos frentes (la herencia de sus padres y la sociedad a la cual pertenecen) que les parecen antagónicos. Karim resulta ser un gran actor, pero siempre le toca representar roles de hindú, cambiar su acento suburbano por un acento extranjero —en su primer papel es Mowgli de El libro de la selva—. La exigencia de los directores por encasillarlo en un mismo personaje lo lleva a darse cuenta de la superficialidad que impera en algunos círculos teatrales. No obstante, una de las mayores virtudes de la novela es no caer en la victimización de Karim: con agudo sentido crítico, el joven se da cuenta de que los discursos sobre las minorías vulnerables no pueden limitarse a la condición de los inmigrantes, sino también se extienden hacia los obreros, los jóvenes, los individuos pasivos de clase media, las feministas, sobre todo en la época en que se anunciaba en Inglaterra el carácter conservador del tatcherismo. Karim es testigo de ello y, en una postura política no militante, refiere de manera objetiva las opresiones de un sistema del cual le será imposible desmarcarse.

Karim Amir, personaje entrañable de la literatura del fin de siglo pasado, dialoga con la mejor narrativa de juventud como El guardián entre el centeno de J. D. Salinger o El juguete rabioso de Roberto Arlt; a Kureishi le debemos, quienes lo leímos en la década de los noventa, la conciencia de que uno de los personajes centrales en la literatura del siglo XX es el hijo de los inmigrantes, y cuya la cultura híbrida puede dar libros tan sobresalientes como El buda.

 

Hanif Kureishi, El buda de los suburbios [The Buddha of Suburbia], Anagrama, 1994