Tribus. Se dice que el rock ha perdido su fuerza contestataria y de aporte social. Vasos medio llenos o medio vacíos. Tribus. La banda escocesa Primal Scream visitó la Ciudad de México el pasado miércoles 9 de noviembre por cuarta vez, en medio de una sobreoferta de conciertos, para presentar un más bien tibio onceavo disco, Chaosmosis, ante un Plaza Condesa treintañero en su mayoría, que apenas y llegó al 50% de su capacidad, pero con algunos destellos clave.

Pese a que el culto a Primal Scream ha estado claro y presente en México, hay algo que se ha percibido en todas sus presentaciones en nuestro país: pareciera que su cantante Bobby Gillespie tiene que esforzarse porque el público mexicano se prenda como se debe, ni hablar, no son profetas en su tierra.

Sin embargo, el concierto del miércoles tuvo sus matices claros, demostrando que siguen siendo amos en lo que hacen: un rock sólido de buena factura, dignos herederos del espíritu pandillero a la Stone, pachecotes, guitarreros, hippies y punks por igual. Nada nuevo hacia atrás, nada innovador en el horizonte, sólo macanazos concretos.

Empero, habría que hablar a su favor: el audio esta vez fue inigualable, clarito y contundente, pero el año pasado en el Corona Capital el ambiente fue más poderosos. El set fue muy estándar, con los clásicos de rigor, pero aquella vez que trajeron el Screamadelica fue el mejor. Su atmósfera fue mística y celebratoria, pero nada como aquel rojo de su primera presentación en México. Primal Scream es de esas grandes bandas que no llegaron a los estadios ni a los himnos pero que mantienen el culto con temas que ya son clasicazos como “Higher than the sun”, la abridora “Muvin on up”, “100%”. “Loaded”, “Swastika eyes”, “Country Girl”, “Rocks” y “Kill all roadies”, es decir casi todo su set que apenas y acaricia la hora y media de duración.

Fotos: Miguel Ángel Luján

Primal Scream puede sintetizar una carrera de más de tres décadas en dos horas, hacer de un público más bien aguado algo memorable y generar una mística pese a lo trasnochado de los cuerpos. Ya no está con ellos el gran Many Mounfield al bajo, puesto que se fue a hacer lo propio con los Stones Roses, de donde vivo. Cierto, la banda ha cambiado de integrantes como de calzones unas 18 veces, con Gillespie como eje, flaco, increíble en escena, decadente y sensual. Pero hoy más que nunca, pese a lo cabrones que siguen siendo, Primal suena más seco, flaco, menos Primal que nunca, sin que eso signifique algo necesariamente malo.

Su chica bajista, Simone Butler le pega rico, la quiebran macizo en conjunto y hacen de un 35% del Chaosmosis una panoplia compacta de buenos temas, algo que ha sido la impronta de, fácil, los últimos diez años de su carrera. Sin embargo, uno se queda uno pensando si el olvido sepultará a una de las bandas más importante de los noventas más ácidos del rock británico. Quedará uno pensando si el rock aún puede dar golpes a la contra, si necesitamos otro rock que sea congruente con la inconformidad, o si las ganas de andar “cargaditos”, “puestitos”, “de armar una buena fiesta” en una discreta quemazón todavìa continúan. Uno se queda pensando “pinche Manny, por qué te fuiste pero ya ni hacías falta tampoco”.

Primal Scream llega al final de 2016 a una CDMX anímicamente apagada después del triunfo de Trump, ante un frío cabrón, una lluvia que jode, a mitad de semana, gastada, en medio de mil cosas, lo mismo efectivos que agridulces. Primal Scream siempre será una banda que desquita el boleto, que suena las maracas y nos hace mover sabrosón. Siempre quedará la espina de tiempos, conciertos y discos mejores, así es la batalla y así es el rock, ni hablar.