Ricardo Pineda

Sucede además que por el jazz salgo siempre a lo abierto, me libro del cangrejo de lo idéntico para ganar esponja y simultaneidad porosa

 (Julio Cortazar)

Es curioso como hoy en día el Jazz representa una música aburrida para cierto sector de la población mexicana (muchos por cierto), sólo para entendidos o gente con ciertas pretensiones intelectuales. El otro día en una reunión, el hijo de un afamado saxofonista mexicano despotricaba sobre el género, aludiendo a éste como “una chingadera para rucos”, no entendía, me parecía irónico. Algo más o menos así experimenté cuando tuve una tertulia literaria con un familiar mío hace un par de años. La reunión versaba sobre el llamado Boom Latinoamericano, donde obviamente salió a relucir de botepronto Cortázar. Mi tío arremetía contra Rayuela, tildándola de ininteligible, llena de poses aristócratas extranjeras (francesas para más específico), y aburrida por su falta de fuerza. Ironías de la vida, no es para todos tal vez, pensé.

No obstante, en aquellos días en los que muchos no nacíamos, y que muchas de las novelas que hoy atesoramos fueron concebidas, las cosas no eran muy distintas, pero se encontraban en el polo opuesto: el ambiente parisino de finales de los cincuenta y principio de los sesenta despotricaba contra el Jazz por ser una música estruendosa, para bohemios y vagos, vividores que no eran entendidos de la buena música. Hay un poco de romanticismo en todo eso, y con ello un mito y un maridaje por demás famoso: Julio Cortázar y el jazz.

Para muchos no resulta rara la obvia relación que existe entre la obra del escritor argentino y la música proveniente del sur de Estados Unidos, y perfeccionada en el orbe entero, más específico en Europa. Por muchas razones: el estilo libre, el fraseo, la capacidad de improvisación, el compás, el manejo de los tiempos (síncopas, coordinación de comienzos, medios y finales), etc. La mejor obra de Cortázar tiene un poco o mucho de jazz, explícito o escondido, siendo su novela Rayuela y el cuento El Perseguidor (claro homenaje al padre del be bop Charlie Parker), las referencias más obvias.

Cortázar era abierto fanático del Jazz, escribió artículos y dio varias entrevistas en torno al género, emparentando éste con la posibilidad de ser genuino, de que el autor vaya creando de manera espontánea su propia obra, sin intermediario alguno, en cierta manera Rayuela es eso y más; no obstante, los personajes de dicha novela no escuchan el Jazz que podría ser el soundtrack perfecto del libro, como un John Coltrane, Thelonius Monk o un Miles Davis, el cool Jazz o el fre Jazz, sino que son adeptos al jazz más temprano, a los clásicos, cuando ni siquiera se le conocía popularmente como tal, sino las variantes como el ragtime, el dixieland, el swing, y ya más tarde el bop y el be bop.

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En El Perseguidor, Julio Cortázar nos relata la historia de un saxofonista que se encuentra en una vorágine melancólica, sumido entre otras cosas, por su adicción a la marihuana (en la vida real Parker fue adicto a la heroína como muchos músicos de Jazz). El protagonista tiene la sensación de estar adelantado musicalmente 15 minutos a lo que toca, refiriendo varias veces la frase “esto ya lo toqué mañana”, y no es para menos en este y otros cuentos del argentino: la cantidad de imágenes a una velocidad vertiginosa, las metáforas que permiten al pensamiento desdoblarse, y el regocijo al ser “leídas” con todos los sentidos, hacen de esta hermosa música el acompañante ideal para casi toda la obra del autor, que también se adelantó estilísticamente a muchos de sus contemporáneos.

No gratuitamente Rayuela se deja leer desordenadamente, donde la participación del lector es de suma importancia, donde la interpretación y la incorporación de nuevos elementos es forma pero también contenido. No por nada Rayuela es una novela atípica, de las que más se disfruta leer y releer.

Louis Amstrong, Lester Young, Count Basie, Coleman Hawkins, entre otros, hacen de Rayuela y los cuentos de Cortázar un maridaje perfecto, una tonada deliciosa de trompeta o saxofón, una línea interminable de piano, con un contratiempo majestuoso de bajo y batería de acompañamiento.

Otro detalle importante es el tono de las obras. Muchas de las veces hay existencialismo, melancolía y exploración en los cuentos del escritor, en los que dichos elementos funcionan como fuerzas generadoras que trabajan de manera simultánea, siendo el punto de partida hacia algo más grande, hacia detalles fantásticos, afectando así la acción y los mundos paralelos de sus historias. Y es que como la tradición indica, tanto en el Jazz como en Cortázar, hay dos historias, dos melodías: la base o la anecdótica, y la improvisación, la verdad a ser develada por el lector-espectador.

Las atmósferas, la psicología de los personajes, y los escenarios donde explota la obra cortaziana, resultan por demás ad hoc para un solo de saxofón, para el Koln Concert de Keith Jarrett, para un Sonny Rollins, e incluso un elegante Lee Morgan, influencia todos de infinidad de escritores, cineastas, artistas plásticos y demás fauna artística. Un vinil dando vueltas, machacando el corazón, empujando el hilillo del humo del cigarro por la ventana hacia el cielo gris y húmedo. Los amantes que se miran sin mirarse, que se van dibujando poco a poco, que se van creando; eso es el Jazz y eso es Cortázar, y siempre más.

Quizá sea por eso que el argentino que vivió en Francia mientras escribía, mientras escuchaba mucho del buen Jazz que se hacía en aquel entonces, arrojó muchas obras memorables a las que siempre se vuelve, tal vez porque son deliciosas, porque nos dicen cosas nuevas, porque el Jazz y Cortázar pueden ser la misma cosa, y  más, siempre otra cosa.

Si usted no ha leído a Cortázar, o no le ha entrado al Jazz, le recomiendo conseguirse un ejemplar de ambos; uno de Cortázar (con letra grande de preferencia), y uno de Parker, Monk, Davis o Coltrane (por favor evite el jazz blanco de elevador) y dese cuenta del ejercicio creativo que resulta, de lo disfrutable que es, y de que todos los prejuicios culturales pueden ser derrumbados de un tirón, cómo la vida adquiere otros matices, tan diversos como elocuentes.