En un universo donde lo fugaz suele devorar lo memorable, Lady Gaga ha tejido su carrera como una obra de arte viviente. No es casual que la artista, nacida Stefani Joanne Angelina Germanotta, haya sido comparada con Warhol, Bowie y Marina Abramović. Más allá del maquillaje exagerado o los vestidos imposibles (como aquel hecho de carne cruda que aún retumba en la retina del pop), Gaga ha hecho de su cuerpo, su música y su carrera una performance sostenida, una declaración estética donde el arte contemporáneo dialoga, sin pedir permiso, con las listas de popularidad.

Desde sus inicios con The Fame (2008), Gaga mostró una ambición que iba mucho más allá de ser una estrella del pop convencional. Los videoclips de esa etapa eran un ejercicio de estilismo extremo, coreografías viscerales y guiños a la cultura queer, el diseño de moda y el arte conceptual. Pero sería con The Fame Monster y, sobre todo, con Born This Way (2011), que Lady Gaga revelaría su vocación de artista total: una figura capaz de componer himnos bailables mientras sostiene discursos de aceptación radical, construye mitologías visuales y desafía las convenciones del género y la identidad.

Gaga no canta: interpreta. No se viste: se transforma. Cada aparición pública, cada disco, cada videoclip y cada tour, son capítulos de una gran instalación artística. En sus shows, los escenarios son templos postmodernos donde el pop se viste de ritual. Sus bailarines no acompañan, sino que construyen coreografías que recuerdan tanto a las pasarelas de McQueen como a las performances de Leigh Bowery. Su imagen es siempre elocuente: un collage entre la androginia, lo grotesco, lo glamuroso y lo íntimo.

 

No es raro encontrar homenajes de Gaga hacia Marina Abramović y que estos mismos hayan llamado tanto la atención: ambas entienden el cuerpo como un medio de comunicación directa, vulnerable y poderosa. En un video que hicieron juntas en 2013, Gaga aparece desnuda, entonando sonidos primarios en medio de un bosque, con los ojos vendados, bajo el método de entrenamiento emocional de Abramović. Lejos de ser un capricho excéntrico, fue una declaración: incluso en el silencio y el absurdo, Lady Gaga encuentra una forma de arte.

 

Y aunque muchos quisieron encasillarla en la provocación fácil o la teatralidad vacía, Gaga respondió con talento crudo: mostró su rango vocal junto a Tony Bennett en álbumes de jazz impecables, demostró su potencia dramática ganando un Oscar con A Star is Born, y regresó al dance-pop con Chromatica (2020), un álbum que habla del dolor, la disociación y la curación a través del ritmo.

Lady Gaga no es solo una cantante. Es una performance que aún no termina. En su constante mutación, hay una lección: el arte no debe vivir encerrado en galerías, ni el pop condenado a la frivolidad. En sus manos, ambos géneros se abrazan, se contaminan y se celebran. Porque Gaga entendió algo esencial: la cultura pop también puede ser un lienzo, y el escenario, una galería infinita.

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