Fotos: OCESA/Lulú Urdapilleta

 

En su libro How Music Works (2012), el cantante de los Talking Heads, David Byrne, relata cómo su banda sufrió un cambio drástico en su sonido cuando se hicieron de una base de fans más grande a la que solían tener en sus primeros días, cuando tocaban en locales cutres y pequeños como el CBGB.

Byrne cuenta que en cuanto subieron a tocar en un teatro, sonaban espantosos, flacos, sin fuerza. Y no era el ingeniero, no eran propiamente ellos, sino la naturaleza que el escenario exigía. La respuesta la encontró en el teatro japonés, entendiendo el concierto como una puesta en escena que debía aportar algo más al espectador, un aspecto visual, un show de lo que los norteamericanos reconocen como “entertainer”. Su sonido también tuvo que subir no sólo de volumen, sino que también mutó su esencia y dinámica. Otra gran banda había nacido.

Algo similar pasa con Tame Impala, quienes se presentaron la noche de este jueves 9 de septiembre, en el que en propia voz de su líder, Kevin Parker, fue el show más grande que han tenido. Si bien la banda australiana ya ha tocado ante miles de asistentes en festivales multitudinarios, la de anoche fue una exclusiva para ellos, ante un Palacio de los Deportes casi a tope de su capacidad, es decir más de 15,000 personas, la mayoría de ellos tempranos veinteañeros que conectaron con el sentimiento pop de su tercer disco de estudio y placa más exitosa a la fecha, Currents (2015), un portento de producción con canciones pop muy bien confeccionadas, con grandes guiños al mejor Fleetwood Mac y bajándole tres rayitas a la psicodelia guitarrera de sus dos discos anteriores.

Desde que Tame Impala nació, la ilusión de ser una banda quedaba un poco rebajada debido a que se sabía de antemano que básicamente Parker hacía todo el número. Para Currents, el vocalista aseguró que los demás integrantes también aportaban a la composición, pero lo cierto es que el grupo se ubica como una “one man band”. Cuando pegaron con su rola “Hall full glass of wine” (2008), la psicodelia ya llevaba ahí varias décadas. Ergo, Tame Impala no venía a reinventar nada, pero traían un sonido refrescante que depuraba bien el rock setentero y el pop contemporáneo, a través de ecos, solos sencillos y ritmos para menear la mata y prender el leño.

Pero lo anterior parece no importar a las actuales hordas de fans, pasionales, jóvenes entregados y gritones; un público muy distinto al que los vio en Parque Marte, el Vive Latino o en el salón Vive Cuervo en años pasados. Parker lucía ahora también diferente, más resuelto y menos tímido, su figura frágil ahora sonríe más, va de un lado a otro del escenario, pide palmas y revienta con trucos de volumen cada cambio de ritmo, haciéndose acompañar de visuales psicodélicos y papelitos de colores en el aire a lo Flaming Lips, que machan perfectamente con la dulzura de sus letras actuales, melodías pop, ligeramente hippies y cada vez menos roqueras.

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Una noche memorable para los nuevos, una ligera decepción para los menos (aunque quizás los más exigentes, que veían a Tame Impala como una excelente banda mediana). Y es que no es que Parker y compañía hayan perdido su esencia ahora que son un grupo de público masivo, para nada, son un gran grupo.

Si bien la casi veintena de rolas que recetaron fueron trallazos certeros que la gente coreó y aplaudió sin tregua, sí estuvieron desgarbados, iban de un disco a otro sin hilo alguno, como rockola random. “Elephant” ahora descansa más en los malabares de la batería, y las más coreadas y emotivas son las azucaradas “Eventually”, “Yes, I’m changing” o “Let it happen”. Atrás quedó el error agreste y encajonado del Innerspeaker (2010) o el pop más psicodélico de su gran Lonerism (2012).

Lo que tal vez deja un sabor raro de boca es que Tame Impala luce sobrado ante los grandes escenarios, la mística que sólo otorga la palestra mediana y antrera ha quedado atrás, en pos de montar un show que tiene que apoyarse en la multitud, sin importar la calidad del audio. Y es normal, en casi diez años de carrera Parker se ha granjeado un séquito de fans con todas las de la ley, a punta de buenas canciones y melodías pegadoras, se lo merece en su totalidad.

Los grupos evolucionan y crecen, cambian. Sin embargo, queda la duda que tras esta noche memorable, la noche del pináculo, del clímax, una con más entusiasmo que “carnita”, ¿qué sigue?, ¿más discos en vivo, remixes?, ¿concesiones con el pop radiable en los grandes canales del mundo?, ¿o un giro hacia sus primeros días lisérgicos y de nostalgia refrescada y revisitada?

Hay grupos que se aprecian mejor en su medianía, y cuando dan el salto lo hacen no sin antes dejar de lado esa magia que los vio nacer (¿Se acuerdan de los últimos dos discos de The Black Keys?). No obstante, se reconoce que el rumbo que ha decidido tomar Tame Impala es congruente con el universo personal de Parker, uno con ganas de fama clásica, popular, masiva, con una inventiva concisa que parece dar para más. “Mind mischief”, “The moment”, “Alter ego” o “Apoc” son prueba fehaciente de ello. Ahora Tame Impala pertenece a la gente, esa que es más de la mitad de un show enorme. Que con su himnos se los coman.