Por Alonso Díaz de la Vega

 

Es extraño que en un tiempo cuando la reivindicación feminista alcanza sus cúlmenes sobrevivan en el imaginario cultural princesas como Blancanieves, Cenicenta y Ariel. No sería descabellado pensar que Walt Disney Pictures definió la idea de lo femenino aun ante la orientación de la humanidad hacia la insignificancia y el nihilismo después de las guerras culturales de las últimas décadas. El siglo XXI ha sido hasta el momento una prolongada derrota del sentido, propiciada por la excesiva democratización y el galopante relativismo que en vez de asumir la verdad como una totalidad que el hombre sólo puede abarcar en sociedad, en la reunión de los individuos y sus diversos arquetipos, la entiende como una multitud de perspectivas, una polisemia inevitable. La verdad se hizo personal y ya no atiende a lo universal. Si el pensamiento moderno se orienta a la distorsión, entonces el arquetipo, y dentro de éste la princesa, aparentemente no pertenecen ya a nuestro mundo como una inspiración salvo que corresponda con ciertos planteamientos meramente ideológicos.

La política tiene esa necesidad de controlar el arte, exhibida en su tiempo por el nazismo, que rechazó y censuró el “pervertido”, “degenerado”, expresionismo, o el politburó soviético, obsesionado con crear un arte de Estado que reflejara estrictamente los valores de la Revolución. Hoy, la causa feminista no sólo rechaza los momentos que no le parezcan afines en las películas de las princesas Disney: los anula. En un artículo titulado “Are Disney Princesses Bad Role Models? Not If You Consider These Feminist Moments”, la revista en línea Bustle expresa a las princesas como problemáticas salvo en las escenas que muestren a las doncellas empoderadas. Este ninguneo de tradiciones más antiguas como el cuento de hadas, que refiere a la consumación de la adultez, no sólo no comprende el sentido de lo que critica, sino que desprecia su mera existencia como un error. Es cierto que estos cuentos son anticuados y muestran la presencia masculina como la única con la facultad de iniciar el encuentro erótico. Tradicionalmente, la princesa debe ser descubierta, rescatada, despertada, liberada. El príncipe, en la cultura falocéntrica, es el héroe. Sin embargo, el punto de las historias no está en la mera recepción del hombre; está en el encuentro con la otra mitad del andrógino que planteó Aristófanes.

El cuento de hadas no es una invención de la realidad; es su reflejo. En la antigüedad, cuando la relación del hombre con el mundo no estaba dominada por las herramientas como ahora, la igualdad se basaba en la fortaleza física, no psicológica. El cuerpo impuso un par de límites a la equidad absoluta: la fuerza y la maternidad, que en nuestro siglo ya no impiden el desarrollo de las capacidades gracias a la ciencia. La anticoncepción cambió la sexualidad y ésta los principios de seducción tradicionales, basados en el acto erótico en sí: la mujer recibe al hombre. A pesar de nuestra obsesión con la salud del cuerpo, el pensamiento contemporáneo no está definido por él en términos de equidad. Es decir, la interacción social ya no se basa en las características naturales de la corporeidad, sino en una noción de igualdad que no relaciona la agresividad directamente con lo viril ni la pasividad con lo femenino. La falacia del progreso se expone, sin embargo, en los llamados países subdesarrollados, donde aún imperan las intolerables inequidades. Por su parte, el primer mundo, centro de pensamiento de la comunidad global, ha trascendido los roles pero no el resentimiento que bloquea la visión de lo verdadero en los cuentos de princesas.

La única timidez de Walt Disney y su compañía es la de haber aceptado la conversión de las madres de las princesas en madrastras, ocurrida desde las primeras ediciones de algunos de los cuentos en el siglo XIX, pero la estructura de las películas preserva de manera esencial lo que la sabiduría popular de antaño nos quiso revelar. En Blancanieves y los siete enanos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), la primera princesa Disney, se explora un tema que habrá de recurrir entre las demás princesas: el conflicto entre la anciana y la doncella. En su libro clásico sobre mitología griega, The Greek Myths, Robert Graves encuentra en las distintas edades de la mujer una representación de las temporadas. Niña, doncella y anciana para él representan los distintos ciclos del año en tres mujeres que son una sola: La diosa blanca. Esta interpretación, muy criticada por la mitografía –Graves era antes que nada poeta– podría hacernos suponer que la envidia de la anciana hacia la princesa es un rito de paso del mundo mismo que ve la primavera como un renacimiento, una trascendencia de lo que representa el invierno: la muerte. Pero el príncipe queda excluido de dicho análisis. Sin su beso, la princesa no despertará, y si ella es el calor primaveral, ¿quién es él? Acaso el sol. ¿Pero no se corresponde este ciclo con la culminación de la madurez sexual?

En las películas de Jane Campion, una de las filmografías con mayor indagación en la imagen de la mujer dormida –más bien frígida–, el cuento de hadas se decanta hacia una visión contemporánea sobre el despertar sexual. Ya sea en El piano (The Piano, 1993), El amor de mi vida (Bright Star, 2009) o Holy Smoke (1999) –en esta última, la mujer se debate entre un despertar espiritual y uno erótico que resulta en el despertar del hombre–, las mujeres de Campion tienden a encontrar en su primer encuentro con el hombre, o en el dominio de su sexualidad guiado por él, un florecimiento evocador de las princesas de antaño. Sumidas en el temor al placer y en la ignorancia de sus propios cuerpos, las mujeres de Campion atraviesan por un rito de paso que las comunica mediante los sentidos con el flujo universal y las integra a la sociedad y a sí mismas. La dialéctica de la princesa Disney es idéntica, pero suscita mayor enojo que la obra de Campion.

Quizás en ninguna cinta de Disney es tan obvia esta estructura como en Enredados (Tangled, 2010), de Nathan Greno y Byron Howard. El larguísimo cabello rubio de la doncella Rapunzel es la fuente de la juventud de su madre, en secreto una extraña que la robó. La belleza, la virtud y la inocencia se conjugan en esa imagen como centro del orgullo materno llevado al narcisismo. Para la madre de Rapunzel, la princesa es prolongación de sí, frustración de la frustración. Los años la devoran, pero ella sostiene la inmortalidad al absorber la magia de su hija (adoptiva). La madre es parásito y carcelera de Rapunzel, quien, como Ariel en La sirenita (The Little Mermaid, 1989), busca salir al encuentro con la realidad, pero mientras en esta última cinta el problema es la sobreprotección del padre y la envidia de la bruja, en Enredados ambos sentimientos se combinan en un solo centro de represión: la madre bruja, cuya identidad se expone cuando Rapunzel encuentra a sus verdaderos padres: el rey y la reina. Sin embargo, si ignoramos este giro diseñado para proteger a los niños de la verdad sobre el narcisismo parental; si suponemos que la madre no es quien procrea, sino quien cría, la bruja es su madre. La figura del príncipe, en este caso un ladrón, entra en escena como los novios adolescentes: cuando los padres no están. El deseo de Rapunzel de ver el mundo fuera de su torre se cumple cuando se aparece Flynn Rider, quien ha robado la corona de una princesa, quien resulta ser ella, y que ella logra esconder de él. Rapunzel propone un pacto: él la lleva a ver el reino y las linternas volantes que iluminan la noche en sus cumpleaños, y ella le da su tesoro. El seductor, un ladrón, le intenta robar el tesoro, pero ella lo conserva. Se lo entrega por amor. La corona es la virginidad; el viaje, el romance, y el desenlace, el matrimonio mítico que conduce a la doncella a su madurez.

El despertar de las princesas Aurora y Blancanieves y el hallazgo de Cenicienta preceden el viaje de Ariel y Rapunzel, cuyas películas emulan aquellas narrativas, evidentemente distintas de las que el feminismo podría considerar más aceptables: las guerreras y las descubridoras. Obviaré a las guerreras Pocahontas, Mulan y en cierta medida Jazmín por su obvia aceptabilidad, para concentrarme en Bella y Tiana, de La bella y la bestia (Beauty and the Beast, 1991) y La princesa y el sapo (The Princess and the Frog, 2009), quienes adoptan un viaje heroico no a través del liderazgo o de el espíritu aventurero, sino mediante la compasión que las convierte en heroínas.

Bella y Tiana comparten la ruta del hijo del rey irlandés Eochaid, el príncipe Niall, quien para beber de una fuente pasa por la prueba de besar a una anciana de rasgos terribles. En The Hero With a Thousand Faces, Joseph Campbell describe la nobleza de Niall como el corazón gentil del que cantan los trovadores. Bella y Tiana desvisten a la bestia y al sapo con su gentileza para descubrir a los hombres. El asco y el miedo ceden ante el coraje de trascender la reputación o el aspecto para entrar en comunión con ese otro que la sociedad no ve y hacer de los dos uno. Su fin, como el de las otras princesas, no es la sumisión, sino el encuentro con otro en el sueño de la libertad, lejos de la dependencia familiar y en busca de la responsabilidad para encarar el mundo. Bella y Tiana son anecdóticamente más “correctas”, pero todas las princesas comparten su condición liberadora. Si para el héroe, según Campbell, “la mujer es la guía a la sublime cima de la aventura de los sentidos”, para los príncipes sus amadas son tan ujieres hacia la realización de un nuevo individuo como ellos lo son para ellas. El beso mágico del amor verdadero no es una retórica del dominio, sino una fabricación de un destino mutuo. En el amor hay una comunión que reintegra las piezas de nuestro fragmentado tiempo.